En la iglesia de Nindirí sombras y fantasmas

A don Pánfilo Ramos in memoriam

Texto de
Lic. Mario Fulvio Espinosa (*)

La Iglesia de Nindirí es un enorme caserón de altas paredes de adobes, el techo es tipo cañón cubierto por renegridas tejas de barro. Está sostenida esa Casa de Dios no sólo por las cuatro paredes sino por dos filas de pilares interiores de durísimo granadillo que dividen el templo en tres naves que le dan una categoría que va más allá de una simple capilla.

Ese templo –cajón  tiene una puerta principal  al frente, dos laterales y una más pequeña al lado de la sacristía anexa, al fondo, a la parte derecha del altar mayor, ahí se guardan los ornamentos y libros donde se consignan bautizos, confirmas y otros acontecimientos.

En este ambiente de olores temporales (unas veces a  moho, otras a incienso, reseda, corozo, sacuanjoche y madroño), pasó 56 de sus 107 años de vida don José Pánfilo Ramos Sevilla. Este período se debe comenzar a contar desde 1936 cuando por renuncia del sacristán don Wenceslao Martínez, don Pánfilo tuvo que aceptar de manera “interina” la sacristanía de la iglesia.

Le preguntamos por qué permaneció 56 años en el cargo y la respuesta es simple: “Lo que pasa es que el sacristán no ganaba nada. Los padres a veces me regalaban alguna cosita, pero no había paga… Como no me pagaban… tal vez por eso duré tanto”.

Nuestro director Mario Mapia a la izquierda, el recordado profesor Mario Fulvio Espinoza en medio y el recordado Manuel Eugarrios a la derecha
Nuestro director Mario Tapia a la izquierda, el recordado profesor Mario Fulvio Espinoza al centro y el recordado Manuel Eugarrios a la derecha.

“Por otra parte, cuando me eligieron, sobró quien dijera  que aceptara el cargo, que  ellos me iban  ayudar… A algunos de esos ayudantes todavía  los estoy esperando”.

Vigilias y fantasmas en el templo

Supongo que en más de una ocasión le tocó dormir en el templo… ¿No le dio miedo?

Creo que no… En cierta ocasión se metieron los ladrones a la iglesia y por eso dispuse ir a dormir ahí para cuidar las  cosas. En ese tiempo no había luz eléctrica, así  que aquel templo estaba lóbrego, oscuro como caverna. Me dispuse a dormir, pero los murciélagos pasaban sobre mí y no me dejaban tranquilo. La gente dice que  dentro de la iglesia uno puede interrogar a esos animales, pero yo no creía ese cuento y más bien me armé de una varita flexible y con ella comencé a matarlos, al fin me cansé y me quedé dormido en una banca.

En la  madrugada me despertó un ruido raro, era como que estuvieran picando huesos, pero eso era imposible, el rastro municipal queda muy lejos de la iglesia.

Tuve miedo, porque  vi como una sombra que  me pasaba por detrás, pero me arme de valor y fui a investigar… De pronto descubrí dos enormes ojos de fuego… ¡Ave María Purísima, es el Diablo!, dije lleno de repelos.

Pero me armé de valor y me acerque a aquello. Era un gato que se estaba comiendo los murciélagos que yo había matado.

Como dice el dicho, “las apariencias engañan”, y me prometí no sentir miedo  en adelante.

¿Y nunca tuvo temor a los difuntos que estaban enterrados en el templo?

Otras noches que pasé en el templo había una luna espléndida, era el mes de mayo. Voy a ver que hicieron las mujeres ayer, me dije a eso de las once de la noche, y me puse a revisar la iglesia, de pronto vi, allá sobre las tumbas que están cerca de la puerta principal, el cuerpo de un hombre, no se movía parecía muerto.

Quise salir corriendo, pero me dije: “Yo me debo dar cuenta de qué me corrí”. Me fui acercando… No se movía… ¿Será un muerto de verdad? Al fin vi lo que era… No se imaginan, una ventana mal cerrada proyectaba en aquel punto de luz de la luna… y aquello desde la distancia tenía figura humana… Por eso es que digo y repito que las apariencias engañan.

¿Nunca le dio miedo trepar a ese campanario tan alto por esa escala tan estrecha que ni pasamanos tiene?

Creo que me acostumbre… Ya tenía  90 y pico de años y subía a  dar las reseñas y repiques. Hubo quien pudiera hacer eso pero a mí se me metió entre ceja y ceja que solo yo podía sonar las campanas como es  debido.

Dos párrocos singulares

¿Qué párrocos de la iglesia trataron con usted?

Principalmente el padre Chemita, don Chico Aranda, también conocí al padre Rodolfo Hernández  y otros que llegaron después.

¿Qué recuerdos tiene  del Padre Chemita?

Era bien chiquitito pero muy bravo.

Le gustaba mucho que la gente lo halagara con regalos, y de cuando en vez se aparecía cargando gallinas y chanchitos en la grupera de su caballo. El inducía a ese tratamiento, pues  su saludo de entrada a las finquitas era: “Buenos días le Dios, aquí viene el padrecito a recoger su limosnita, porque deben saber que los  padrecitos también comemos,  vestimos y mantenemos a nuestra madre”, y si no le daban algo salía refunfuñando entre dientes.

Recuerdo que una vez hicimos un viaje a Campuzano donde él iba a celebrar una boda muy elegante, se anunciaban ricas viandas para los invitados, por esa razón el padre rechazó desayunar donde de costumbre lo hacía, en casa de una pariente en Tipitapa, con la ilusión de darse un buen atracón en la  fiesta.

Llegamos y previo al enlace don Chemita se sentó en un taburete a confesar a los fieles. De repente, algo pasó y el padrecito le dio una bofetada a un penitente al tiempo que le decía: “Yo te estoy diciendo que me digas tus pecados y no los de otra gente”. Se armó un pequeño disturbio y cuando llegó la hora de los esponsales don Chemita  se dio cuenta que había abofeteado nada menos que al novio…

“Aquí no hay casamiento”, gritó don Chemita, y casi huyendo de la gente regresamos a Tipitapa sin comer. El colmo fue que cuando llegamos a la casa de la pariente con la ilusión de llevar algo a la boca, la buena señora le dijo: “Ideay, como me dejaste con la comida preparada yo la regalé y ahora nada  te tengo”. El padrecito hasta se puso morado del disgusto y yo  me vine para Nindirí donde al fin pude comer algo.

¿Y de los viejitos de Nindirí  a quienes recuerda?

Frente a mi casa vivían dos  viejitas, madre e hija. La hija se llamaba Simona y la madre Julianita, y no se sabía cuál de las dos era más viejita  pues era casi iguales.

En su solar había toda clase de frutas que ellas vendían a las masayas o las regalaban a los necesitados. Se les llenaba de gente la casa.

Tenían un hermano que se llamaba Juan Pérez, otro viejecito que tenía un hijo que  se llamaba Inés, y la gente unía los dos nombres y le decían “Inoes Pérez”.

Otra viejecita santa fue doña Balbina Tapia, que tenía un hijo llamado Juan de la Cruz, que era muy religioso. Adoraba a su viejita y no había un día que camino a su trabajo no pasara por donde su madre: «Mamitá, le decía,  como amaneció”, y esa era su religión. Fue un hijo ejemplar, casi un santo. Cuando murió Juan de  la Cruz doña  Balbina y el pueblo lo lloraron mucho”.

Ha sido don Pánfilo Ramos uno de esos santos patriarcas transidos de humildad que,  como los ríos, van dejando el bien por donde pasan. Sea este un homenaje al aproximarse a cumplir en septiembre 107 años de  fructífera vida.

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Asteriscos 

Don Pánfilo fue formado en un ambiente de profunda religiosidad, trabajo honrado y respeto hacia los mayores.

Los niños y adolescentes de entonces daban los buenos días, las buenas tardes y las buenas noches “con las manos puestas”.

Ante los mayores y ancianos el joven tenía que quitarse el sombrero y aceptar los consejos y razones con la vista hacia abajo.