Asistí por primera vez a una “escuela pagada”. Era un pequeño local donde las hermanas Macanche recibían párvulos para enseñar las Primeras Letras. Estas eran dos hermanas ya entradas en años, no sé si habían tenido hijos. Pienso que no porque ante cualquier fallo del estudiante o alguna indisciplina usaban la “tajona” sin piedad en la espalda del transgresor. ¿Qué habría sido de sus hijos, si hubieran tenido? No lo sé.
Adjunto al local de aquella escuelita se ubicaba un taller de motos que lo administraban dos jóvenes, no sé si eran familia de las maestras, pero en medio de todos ellos había otro sujeto singular, al cual ahora mismo no logro ponerle el rostro, sólo recuerdo que ya tenía sus años. Me fijaba más en lo que hacía: sacaba todas las mañanas para tomar el sol a unos 5 o 6 gallos que amarraba a sus respectivas estacas.
Les hablaba quedo, como si fueran un Ser Querido: “Ajá jodidó, ¿cómo amaneciste? ¿descansaste? Ahora vas a cantar, le decía a alguno, mientras yo trataba de atender la lección. Aquello me llamaba la atención.
De cualquier manera la enseñanza del M-A-MA, se amenizaba con el canto de los gallos todos los días por la mañana. Lucían vistosas plumas de colores. Los había rojos con negro, colorados, negros con el collar rojizo; en fin todos ellos atraían mi atención con su canto pero destacaba uno de vistosas plumas rojas con ciertas tonalidades negras al cual parecía hablar como si fuera un Ser Humano. Tenía fina figura y atractiva alzada.
Cierta mañana en la cual no recuerdo por qué no estaba en la escuelita, este sujeto estaba con otro de edad madura platicando de los gallos. Le hablaba de comprar aquel gallo de fina estampa, canto sonoro y espuelazos temibles al escarbar el suelo. Lo miraban amarrado a su estaca y merodeaba por el lugar.
El visitante ofrecía comprarlo pero el dueño se negaba a venderlo. Aquella vez en un gesto impensado tomó al gallo pretendido por el comprador y lo dejó en sus manos acurrucado; le sobaba el lomo como acariciándolo con erotismo mientras decía… “Este gallo es mi vida, maitro, no se vende. Primero pierdo a mi mujer pero a este gallo no”.
Y seguía con su mano acariciando el lomo del gallo que llevaba su cresta colorada hacia un lado como un gorro frigio, mientras miraba nervioso desde las manos de aquel sujeto como adueñado de su papel que dominaba sentimentalmente en el individuo, y enterraba su pico en el hueco de las manos del individuo.
“Estos gallos son mi vida, maitro, seguía explicando el dueño. Si se van a morir en la próxima pelea, pues ni modo, pero ya me dieron una satisfacción. Otra vez me repondré con otro, por eso yo no vendo mis gallos, ¡menos éste!”.
Desde las manos del sujeto el gallo levantaba su cabeza y la inclinaba como viendo a su dueño, como si se comiera sus palabras letra por letra y cocleaba nervioso y le picaba de vez en cuando las palmas de la mano.
Pasó el tiempo y una mañana los gallos amanecieron inquietos. Nadie los sacó al Sol, cantaban desde su jaula improvisada reclamando se les llevara a la estaca, pero aquel sujeto ya no estaba más. Había muerto por la noche de una muerte apacible. Los vecinos se arremolinaban a la puerta de su habitación pobre, pero pude entrar como muchacho curioso y verle, parecía sonreír de su futuro.
Rápidamente los familiares hicieron las gestiones del funeral y antes del mediodía ya estaba en la sala de la casa el ataúd con los restos del dueño de los gallos. Dos grandes faroles redondos escoltaban al ataúd donde descansaba, una cortina negra de fondo donde destacaba al centro un Crucifijo doliente.
Los visitantes empezaron a llegar al inicio de la tarde y fueron tomando su lugar en las sillas dispuestas para el acto fúnebre. Era la vela del gallero. Y cuando ya la sala estaba llena de invitados, y era la caída de la tarde, no se sabe cómo ni porqué aquel gallo de vistosas plumas rojas con ciertas tonalidades negras, entró al recinto viendo hacia todos lados, nervioso en su mirada.
Prudentes sus patas llegaron hasta el pie del ataúd desde donde saltó hacia la tapa y se acurrucó ahí como si aquel fuera su lugar de descanso. Como si esperara las caricias en su lomo, como si quisiera acompañar a aquel sujeto para siempre.
Dicen que el gallo amaneció muerto días después pero eso ya no me consta, no lo recuerdo. Yo apenas tenía seis años.
(*) Catedrático de Historia y Miembro de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua.
Articulo de la Revista Cultural Gente de Gallos, Enero-Febrero 2015