Texto de Róger Matus Lazo
Ya en el siglo XIV Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, escribió en su “Libro de buen amor” (1330-1343) que no hay mala palabra si no es considerada como tal (“Non ha mala palabra, si non es a mal tenida…”); de modo que se puede decir que una palabra está bien empleada si es bien comprendida (“… verás que bien es dicha, si bien fuese entendida”). Y Rosenblat en “Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela” (1960) afirma que “toda palabra, cualquiera que sea la esfera de la vida material o espiritual a que pertenezca, tiene dignidad e interés histórico y humano” y no hay, por tanto, “malas palabras” desde el punto de vista filológico. Mejor dicho, ni buenas ni malas: solo palabras que, dichas en contextos socioculturales específicos y matizadas por una determinada intencionalidad de los usuarios, pueden resultar soeces o vulgares.
Pero con todo y la palabra de cuatro letras que aparece en el título de la novela de García Márquez -“Memoria de mis putas tristes” (2004), escrita así con el mayor desparpajo del mundo- sigue perviviendo en nuestras sociedades el concepto de “malas palabras” (o “palabras sucias”, por eso nos lavaban la boca con agua y jabón), esas que desde niños nos enseñaron nuestros abuelos a “no decir”, pero que nosotros conforme crecíamos seguíamos oyendo a los mayores, hasta convertirnos después en repetidores de un inventario productivo de lo que nos dijeron que no dijéramos. Y no es que seamos “malhablados”, como suelen llamar a quienes usan con frecuencia estas voces de “calibre grueso”, porque cada variedad geográfica o social de la lengua tiene sus propias voces “malsonantes”, como las llama Amado Alonso y pueden variar de acuerdo con el grado de cultura: “Hembras solo los animales -oí de niño a una maestra de segundo grado en mi pueblo corregir en su clase- , y paren solo las vacas”.
Por lo general, no es necesario un tribunal que dictamine qué palabras deben decirse y qué no: todo usuario de la lengua, condicionado por la misma sociedad, sabe adoptar por sentido común un modo de expresarse según las circunstancias. (Nadie emplea el mismo vocabulario entre amigos de tragos que entre damas). Hay voces que “suenan mal” en público, pero no en los espacios íntimos o privados. Al rayar el alba, el campesino chontaleño anda tras las vacas para ordeñarlas, y su grito -ya clásico en las faenas de la ganadería- se oye atravesando los tacotales: “¡Vaca vieja puta!”. Y aquellas vacas no son ni viejas, sino jóvenes de ubres ubérrimas, ni putas sino muy honradas que con las tetas al aire a nadie ofenden. Por eso nos dice el británico Neil Gaiman que “las palabras significan lo que nosotros queramos”, y su “marca” no siempre es la misma. “Carajo”, según el DRAE, es una voz malsonante y significa “miembro viril”. ¿Quién puede pensar entre nosotros que dicha palabra tiene marca malsonante? Además de interjección con el significado de “¡caramba!”, “carajo” alude entre nicas a una ‘persona indeterminada’, y entre mexicanos y colombianos denota ‘lugar muy lejos’, y entre bolivianos y chilenos ‘persona despreciable’. “Putería” (‘ejercicio de prostituta’) tiene, según el DRAE, marca malsonante, y también en Nicaragua, en donde tiene otra acepción: ‘adulterio’. Pero en Colombia y República Dominicana, una “putería” es una ‘cosa extraordinaria, que causa admiración’. Por su etimología latina, “pendejo” es el ‘pelo que nace en el pubis’; es decir, el vello púbico (no público, como dijo alguien al ver a una bañista en tanga). Pero entre nosotros, como en otros países hispanoamericanos, significa ‘tonto’ y ‘cobarde’; en Bolivia y Paraguay denota casi lo contrario: ‘persona muy hábil’; en Guatemala es una ‘cosa de poco valor’, en Chile es ‘una persona que se comporta como un niño’, en Uruguay significa ‘niño’ y en España es un ‘borracho’. “Chingar” es, en México, uno de los verbos más “gruesos”, que tiene entre sus acepciones ‘violar sexualmente a una persona’, y con la palabra “madre”, construye una de las frases más violentas. Entre nosotros, apenas empleamos “chingado” (‘individuo despreciable’) y sobre todo las locuciones “Andate a la chingada” y “Por la chingada grande”.
Las “malas palabras” forman por tanto parte del uso de las circunstancias del habla; de ahí la exigencia de analizar los signos verbales en relación con la práctica social que los hablantes hacen de ellos: las situaciones, los propósitos, las necesidades, los roles de los interlocutores, las presuposiciones, los prejuicios sociales y por supuesto las variedades dialectales.