La denigrada y muy bien vista Crónica Roja

Texto de Edwin Sánchez (*)

Pasan los años, siguen los juicios y abundan las condenas de los llamados especialistas, pero la Crónica Roja dispone de un público que los absuelve cada día, el gran jurado de las audiencias se guarda sus bolas negras para otros menesteres y así, algunos medios alcanzan ratings envidiables.

¿Si reporta éxitos, por qué el fracaso, en la otra antena o rotativa, los acribilla con su propia “nota roja” desde los paredones de sus foros y simposios cada cierto tiempo? Blindado con sus arrasadoras emisiones, tal parece que el vilipendiado difusor, por lo general, siempre sale ileso.

Hay un hecho: nadie obliga a un oyente, lector o televidente, estar pendiente de equis programa, página o canal. Particularmente, no soy aficionado a estas informaciones que otros llamarán deformaciones. Son sucesos. Parte de la realidad, permitida por la libertad de expresión. Pero es muy estrecho quedarse con este último derecho. Ahí libó la cultura universal y no en ninguna Edad de Piedra, para los que creen en la teología de la Evolución y sienten que en su linaje hay un tatarabuelo simio.

Claro, hay directores de medios y por supuesto, periodistas, que saben divisar los límites no escritos, pero trazados por la ética; algunos quizás no, y se exceden. El punto no es victimizar más a la víctima que finalmente es un ciudadano, un prójimo, hundido en la terrible hora de su desgracia.

La nota roja empieza en los albores de la sociedad con solo el relato de un vecino a otro de lo que vio o le contaron, y cuando suelta la noticia, su oyente lo tomará como materia prima para darle su esmerado toque y así, cada quien contribuirá de tal forma que el último en escucharlo –en esa larga cadena de algo que remotamente fue cierto– tendrá, cuando menos, una hermosa pieza oral.

Los poetas, juglares, cantores, trovadores, historiadores, se encargarán en su momento de divulgar, exaltar o condenar, esos sucesos, porque siempre hay un interés por conocer dónde ocurrió aquello, quién fue el de la vaina, cómo pasó y por qué terminó así. Hay registros muy vívidos, hiperrealistas, que le proporcionan al público un relato pormenorizado, constituyéndolo un testigo colectivo, aunque muchos no se conforman en ser oyentes pasivos.

Pero más que los episodios vecinales, lo que impacta al gran público son las guerras, no tanto el marcador, sino cómo se llegó hasta ese costoso laurel o aparatosa derrota. Tampoco quedan rezagadas las turbulencias de los amores contrariados y los odios bien correspondidos.

De los Clásicos

Escritores echaron mano de detalles que ahora tanto repudian algunos seres muy refinados. El arte está en saberlo decir. Mario Vargas Llosa (1936) empieza a labrar su fama con una novela cuyo ombligo humilde lo corta de una nota roja, encontrada en un periódico del Perú.

Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa

Se trataba de un muchacho castrado por un perro. “Los Cachorros” ponen en letras mayores a “Pichula” Cuéllar, una historia que no terminó perdida en la hemeroteca ni borrada de los recuerdos.

Ahí está el argentino Jorge Luis Borges (1899-1986): “Emma (Zuns) ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo (de Aarón Loewenthal) se desplomó como si los estampidos y el humo lo hubieran roto… La cara lo miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídish. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa” (Libro El Aleph).

Jorge Luis Borges
Jorge Luis Borges

Si el sexto embriagante cuento de Borges fuera pasado por un noticiero de TV con estas imágenes y su atroz audio, el de un pesado hombre maduro que profería frases deleznables con toda su mortalidad tendida en el último tramo de su pésima existencia, ¿cuántos se escandalizarían?

El legendario William Faulkner (1897-1962), del profundo sur de los Estados Unidos, imprimió a su novela “Santuario” una medida extra para que su talento pudiera generar una multitudinaria lectura de la que carecieron sus novelas clásicas. Pero sería impropio denominarla “novela menor”: su calidad no merma y hasta Hollywood supo de su nombre, donde consiguió un trabajo de guionista.

William Faulkner
William Faulkner

En el capítulo XVI narra una escena dantesca, diluida con un nocturno fondo romántico:

“El día que el sheriff trajo a Goodwin a la ciudad había un asesino negro en la cárcel: había matado a su mujer, le había dado un tajo en la garganta con una navaja barbera, de modo que la cabeza, echada más y más hacia atrás a partir de la sangrienta regurgitación de su garganta burbujeante, se echó fuera de la cabaña y dio seis o siete pasos a lo largo de la tranquila vereda, iluminada por la luna”.

Violencia física, verbal, en un clima sórdido, concluyen historias cuarteadas en un mundo vaciado del mínimo orden que el novelista español, Camilo José Cela (1916-2002), expone en “La familia de Pascual Duarte”.

Camilo José Cela
Camilo José Cela

Pascual, desde la cárcel, recuerda al mal tipo llamado Estirado. Se quería llevar a Rosario, su hermana, después de haber poseído también a su esposa, Lola. Esta falleció en sus brazos y culpa a Estirado. “Un nido de alacranes se revolvió en mi pecho”, confiesa Pascual.
Al encontrarlo y reclamarle, Pascual le dio un “fuerte golpe con la banqueta en medio de la cara que lo tiré de espaldas y como muerto…”. Reducido, en el suelo, le increpa, en este diálogo del Capítulo XVI:

– Estirado, has matado a mi mujer…
– ¡Que era una zorra!
– Que sería lo que fuese, pero tú las has matado. Has deshonrado a mi hermana.
– Bien deshonrada estaba cuando yo la cogí.
Aun en el piso, el Estirado amenaza a Pascual. Cuando se sane de la fractura, “ese día…”.
– ¿Ese día qué?
– ¡Te pegaré dos tiros igual que a un perro rabioso!
La discusión sigue, hasta cuando el Estirado se levanta. Pascual lo vuelve a derribar, y le pone la rodilla en el pecho. “Pisé un poco más fuerte… La carne del pecho hacía el mismo ruido de la carne en el asador… Empezó a arrojar sangre por la boca. Cuando me levanté, se le fue la cabeza –sin fuerza – para un lado”.

En la Antigüedad

El Padre de la Historia, Heródoto (484 a.C-425 a.C), parecía dotado de una cámara fotográfica al servicio de su palabra. No se ahorró ninguna descripción por muy intolerable que resultara para algunos espíritus.

Hérodote
Hérodote

Se trataba de escribir la historia y no de ocultarla; conocer a los pueblos y sus próceres, incluyendo sus perniciosas prácticas, bueno, según la cultura de cada quien, y no a través de sus exuberantes ceremonias y demás rituales, que para eso sí se pintaban literalmente la cara y otras partes.

En el Libro Segundo, Euterpe, o “La Muy Placentera”, según su significado griego, Heródoto, por ejemplo, redacta una crónica muy cruda del Egipto cotidiano que tapan las pirámides, pero no su colosal curiosidad. Revela, por el caso, adonde van los nobles y simples mortales, para asegurarse el antiquísimo deseo humano de la inmortalidad.

Con este griego conocemos que la primera parada hacia la eternidad eran los talleres de los artesanos entrenados en las artes del embalsamamiento.

Heródoto quiso llevar al mundo conocido de entonces, los ingratos procedimientos requeridos para garantizar una “vida eterna”, según el pedigrí de cada quien, totalmente diferente a la sencilla, incluyente y, sobre todo, gratuita invitación de Jesús en los Evangelios.

En el numeral 86, el historiador escribe sobre las ofertas de estos varones dedicados al oficio de la perpetuidad, saltándose los trámites de la burocracia religiosa. Presentaban tres modelos en madera, tamaño real, con cadáver postizo y todo, según la capacidad económica de los deudos y no tanto la solvencia espiritual del difunto. Eso no importaba.

El segundo es inferior y de bajo costo y el tercero el más barato. Tras celebrar el contrato, precisa la narración heredotea, los artesanos se retiraban a su trabajo: “ejecutar el embalsamamiento más primoroso”.

Hay que ver lo “primoroso” desde el erudito punto de vista de este hombre de letras: “Ante todo meten por las narices (del muerto) un hierro corbo y sacan el cerebro, parte sacándolo de ese modo, parte por drogas que introducen. Después hacen un tajo con piedra filada de Etiopía a lo largo de la ijada, sacan todos los intestinos, los limpian, lavan con vino de palma y después con aromas molidos. Luego llenan el vientre de mirra pura molida, canela, y otros aromas, salvo incienso, y cosen de nuevo la abertura”. Hay más, y por supuesto, se trata del primer modelo: el suntuoso.

Los otros procedimientos, para la clase media y el resto, no son tan “primorosos” que digamos, de tal forma que si el cliente, mejor dicho el fallecido, supiera lo que harían con sus despojos en esos talleres de la vanidad post mortem, seguramente habría renunciado al más allá.

Heródoto, que no se guardó nada, documentó para la posteridad, en el numeral 89, la escabrosa falta de profesionalismo de quienes, yéndose por caminos curvos, construyeron una biografía sin fundamentos ni plomada en el mero reino de la Geometría:

“En cuanto a las mujeres de los nobles, no las entregan para embalsamar inmediatamente que mueren, y lo mismo las mujeres muy hermosas o principales, sino las entregan a los embalsamadores tres o cuatro días después. Hacen esto para que los embalsamadores no se unan a las mujeres. Cuentan, en efecto, que se sorprendió a uno mientras se unía a una mujer recién muerta, y que un compañero de oficio le había delatado”.

Homero

A Homero (siglo VIII a.C), los foros modernos, donde sientan en el banquillo de los acusados a la Crónica Roja, lo mandarían a echar preso sin orden judicial. Su registro, y sus aumentos, casi con minuciosidad médica, forman parte de su “insoportable” expediente.

Homero
Homero

En el Canto Quinto, de La Ilíada, narra que Meriones expulsó de la tierra de los vivientes a Fereclo. “… lo alanceó en la nalga derecha y la punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado”.

“El hijo de Fileo, famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza, y el hierro cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y mordía el frío bronce”.

“Eurípilo dio muerte al divino Hipsenor… poniendo mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que cayó al suelo ensangrentado”.

Si eso es “demasiado”, Homero relata las hazañas de Diomedes: “Contra Hisperón desnudó la gran espada y de un tajo en la clavícula le separó el hombro del cuello y la espalda”.

Otra de Diomedes: “… le arrojó (a Pándaro) la lanza que dirigida por Atenea a la nariz, junto al ojo, le atravesó los blancos dientes. El duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la barba”.

¿Se imaginan un primer plano de este cuadro? Hasta esos niveles de la excelsa cultura griega, nada hemos visto en Nicaragua. Los pueblos originarios y sus sacrificios, que no eran todos los días ni por deporte, le quedan, junto con nuestra Crónica Roja, chiquititos.

Tal es la estirpe de la Crónica Roja: dos portentos de la Grecia Clásica y tres premios Nobel de Literatura (Faulkner, Cela y Vargas Llosa), entre otros. ¡No es jugando!

Si Homero fuera el director de un Canal dedicado a este género –“sub”, les rebajan sus detractores– y Heródoto el Jefe de Redacción, a juzgar por sus obras, y con los debidos ajustes, en coro ordenaran:

– ¡Corre video!–.

(*) Escritor y periodista, Premio Nacional Rubén Darío 2000.